divendres, 18 de novembre del 2016

Eres tan profundamente bueno que solo tienes superficie

Pisó el acelerador. Lo incrustó en la alfombrilla al recordar su sonrisa.
Maldito hijo de puta.
Lo iba a matar, por supuesto que iba a hacerlo. Lo habría hecho allí mismo, justo en ese instante.
El pecho le ardía y casi escuchaba su propia sangre embistiendo sus arterias deseando aplastarle el cráneo. En su bien nutrida imaginación ocurría justo ahora, las entrañas de aquel hijo de puta desparramadas por sus rodillas. Y él sonriendo. Como solo provoca el placer de una venganza bien ejecutada.
No podía esperar, ni un segundo más.

"Eres tan profundamento bueno que solo tienes superfície".
Insultado delante de Clara. Y ella se había reído.
Pero solo era el colofón de un sinumero de risas de tiburón, las que solo desata la ridiculización hacia otra persona.
Hacia él.
Y ella también había participado. Su sonrisa de dientes perfectos entre medio del viciado olor a tabaco, perfume barato e hipocresía.
Clara... La amaba en secreto desde hacía tanto que no podía recordarlo, noches de obsesivas galerías en Facebook; "Clara Montes Garrido".
Sí, lo iba a matar.

El coche en punto muerto en medio de la C-33, a cien kilómetros por hora. Ventanas bajadas y el frío helador en la cara. Hacía rato que se habían secado las lágrimas, necesitaba sentir que algo era tan hiriente como lo que sentía dentro de sí mismo. Todo ese dolor tenía que tener un sentido físico, no puede ser de otra forma.
Quinta marcha. Se ensañó con el cambio: Una, dos, tres veces hundiendo un chasqueante cuchillo en el ojo de aqul cabrón. Mamomanzo. Desgraciado ¿quién ríe ahora?
Le iba a matar. Ya estaba cerca.

La cena de empleados aún no habría acabado. Seguro que después irían a tomar una copa, intentaría trabajarse a Clara, toda la oficina lo intentaría. Incluso el baboso de Antonio. Pero quien se la había ya reservado, en la sala del café esa misma mañana, era aquel hijo de puta.
Una nueva oleada se propagó ardiendo dentro de él. Iba a estallar si no gritaba ahora mismo. Y eso hizo. El golpe eléctrico sobre la muñeca al golpearla una, dos, tres, cuatro, cinco veces sobre el volante.


Ahora a él le tocaba sonreír.
Entre el resquicio del armario, observaba el despreocupado sueño de aquel hijo de puta. La punta del cuchillo arañando la madera del armario mientras miraba, observaba, se relamía extasiado. Casi deseaba que despertase en ese momento.
Más arañazos.
Así vería el rostro de su asesino. Le miraría con con miedo, ¡le temerían! El tío que todos tomaban por un "perdedor sin remedio" ganándole la batalla más importante de la vida.
La de su propia vida.

Sí, saldría ahora.
Más arañazos. Más... ¡MÁS!

En cuanto se despertase por el extraño ruido que venía del armario.

dimarts, 15 de març del 2016

Descenso de un rey

Su dedo se ensañó con el botón. Odiaba los viajes inútiles.
-Los huevos. Los huevos. –El joven miraba el panel de botones a través de sus gafas. Resbalaban por su nariz, siempre que el cabello se le empapaba sucedía lo mismo.
Pero el ascensor ya llegaba a su planta, la catorce. La misma que había elegido en el panel de botones, y a la que se dirigía. Eso, antes de acordarse de que hoy vendría Ivet y que quería hacerle spagetti carbonara. Los huevos.
Perfecto, ahora hasta arriba y a volver a bajar. Seguía apretando el cero, más por frustración que por otra cosa. Y después sube otra vez a casa y ponte a cocinar. Tampoco quedaba mucho tiempo hasta que ella llegue. Y quería preparar unas velas o algo así romántico. De estas cosas que maquillan una cena bastante cutre, en un piso alquilado, con comida barata, y con un vino que no pasa de los cinco euros.
Ya iba por la planta trece.
Una vez más, su cerebro cometió la traición. Acababa de sonar el timbre del mircoondas, no era la primera vez que lo oía. Porque el ascenso, hacía una perfecta imitación cada vez que llegaba a la planta donde se tenía que detener. Pensó en palomitas recién hechas.
Pero todo esto es lo de menos. Es un pensamiento fugaz que murió rápidamente, porque el otro hecho que sucedió al llegar a la planta catorce eclipsó a las palomitas, al instante; y no era para menos. El pasillo no estaba vacío. Buscó una cara conocida, pero no la encontró. Ni siquiera encontró una cara. Sino un torso.
Aquel hombre era enorme.
-Bue-nas noches. –El chico le saludó mientras el otro entraba. El extraño lo miró con unos ojos tan azules como vacilantes. Dio un paso, y quedó entre las dos puertas. Después dio dos más, y las puertas se cerraron.
-Buena jornada le deseo. –Sí, el hombre enorme saludó de forma muy extraña. Pero ojalá fuera eso lo más raro. Había algo tan inusual y estrafalario, que el joven pasó por alto lo que dijo, que ya era suficientemente extravagante. Ni siquiera se entretuvo con la típica especulación de qué haría ahí ese hombre. Si tal vez venía de visita o a llevar algún paquete, o plantas o flores a domicilio, esta última opción quizá encajara un poco. Ahora entenderéis por que.
No, la pregunta que se estaba haciendo no la pensó, casi estalla en su cerebro ¿De dónde se habrá escapado este tío?
El hombre mediría al menos dos metros, ancho de hombros y cabello y barbas rubias. Dejadas crecer, peinada lo justo para que no se desmelenara. Parecía uno de esos rockeros de los videoclips de heavy metal. Sí, habría encajado a la perfección. Si no fuera porque vestía con una sudadera ancha, gris simple y monocormática, de las de deporte de toda la vida. Nada de florescentes. Y pantalones a juego, claro; estrechos, verde hoja y con muchos bolsillos. De esos que llevan los jardineros de parques y jardines.
Y unos igualmente conjuntados mocasines.
El ascensor se detuvo. Planta doce, pero no había nadie.
-Alguien habrá picado. –El chicó rió. -¿Por qué no esperarán?
El extraño estrafalario salió. Pero eso fue lo único que hizo, porque después se quedó quieto en medio del pasillo.
-¿Qué vas a la planta baja?
El extraño se giró de golpe.
-A la calle.
Las cejas pobladas y rubias del hombre se enfurruñaron. Un profundo sí, y volvió a entrar en el ascensor. Quizá solo era muy raro. O tal vez solo necesitase un diccionario.
-¿Es usted extranjero? –Era un acento que no le resultaba familiar.
-Sí.
-¡Oh. Vaya! Yo soy de España. Un español en Nueva York. Aquí acabaremos todos, creame. –Volvió a reír; je,je,je. No quedaba muy natural, igual que esta risa escrita. -¿De dónde es usted?
Los ojos azules volvieron a mirar al chico, desde el techo del ascensor, casi.
-De este mundo, por obvio es.
El chico se quedó en silencio, pero pronto lo entendió. Empezó a reír. Aunque lo cierto es que no lo había entendido del todo, porque el hombre no lo acompañó en la broma. Seguía serio y mirándolo fijamente.
-Niëmers. –Añadió el extraño enorme.
-Me suena… de qué país? Porque no debe de ser Estados Unidos, ¿Cierto?
-Estados Unidos no. Reinos Unidos.
-¡Ah! Inglaterra.
-Eh… -Los ojos azules miraron hacia abajo y cuando se toparon con los del chico contestó con un robusto .

Pero para nada un convincente.

dilluns, 15 de febrer del 2016

El letargo de la llama


Cuando entró en la caverna lo supo, había encontrado uno, al fin.

Los frágiles copos de nieve eran más valientes que él. Se atrevían a entrar, sin vacilar si quiera, dejándose llevar tranquilamente por el viento hacia la profunda oscuridad.

El joven sabía que habían toneladas de rocas sobre su cabeza, todas las que debe de pesar una montaña. Pero aquella montaña no era una única y solitaria, más bien al contrario, formaba parte de un cúmulo. Una cordillera ancestral, cuyo nombre original quedó olvidado siglos atrás. Altas, más que las nubes, y de cumbres nevadas. Aunque sería más correcto decir heladas.
Y el joven se había internado en aquel lugar alejado del mundo. En busca de su más preciado deseo, del anhelo que había llenado su vida y que nunca creyó poder encontrar. Pero lo había hecho, esta vez estaba seguro de que era así. Tenía que ser así.

El fuego prendió con avidez, casi con el mismo entusiasmo con el que ardía su portador. Con algo más de luz, entró. La llama se revolvía con el viento que entraba y salía. Entraba y salía, sí. Sus cabellos castaños, que por entonces eran algo más largos de lo habitual, se revolvían de la misma forma que la llama, al igual que su túnica marrón. Adentro y afuera, adentro y afuera.
A cada paso que daba, la tormenta, el viento furioso y el frio entumecedor quedaban silenciados. Cada vez estaba más lejos de todo aquello, pero también de la salida. Por una parte se moría de ganas de entrar, pero también le aterrorizaba la idea. Algo así no puede tomarse a la ligera.
Ya no habían copos de nieve que marcaran el paso. Dentro, afuera. Afuera, dentro. Pero ahora, el joven lo sentía. Un viento cálido, demasiado cálido para estar en una cordillera rodeado solo de hielo y rocas. Y piedras.
Y después de empezar a bajar por un corredor, que lo llevó a otro que giraba a la derecha, lo escuchó, aunque decir que lo escuchó no es del todo acertado. Porque lo sintió.
Se asustó al principio, porque pensó que una montaña lejana se estaba viniendo abajo, porque el sonido era como el de rocas resquebrajándose o un alud. Aunque el chico se imaginaba que era parecido, porque no había escuchado ninguno nunca.
Se quedó quieto, muy quieto sin atreverse ni a respirar, y escuchó. Y entendió que no era ni un desprendimiento ni un alud, sino un ronquido.

Así es como ronca un dragón.

La caverna se hacía más estrecha a cada paso que daba, pasos que hacían ruido. Pero era absurdo preocuparse por eso, porque la caverna seguía temblando con cada expiración.
Sus pasos lo llevaron a la luz, así que ya no hacía falta la antorcha. La apagó en silencio, con todo el silencio con el que se puede apagar un fuego, porque es aparatoso y no se puede hacer con botón mágico de apagado o encendido como las máquinas modernas.
Y asomó la cabeza tímidamente por un recodo y lo vio.

Parecía mucho más pequeño de lo que era en realidad, pero pronto se dio cuenta de que sus ojos le engañaban, ya que la caverna era enorme. Podría haberse construido un palacio ahí dentro.
En el fondo, acurrucada en la pared de la caverna, estaba la ciriatura.
Se había alejado del cielo abierto del interior de la montaña, para tener algo de sombra y estar resguardada de la lluvia y la nieve. Pero incluso en la penumbra, sus escamas leflejaban la luz. Su respiración hacía cambiar el juego de brillos danzarines sobre su lomo y sus alas.

Y al joven le latía el corazón como un caballo desbocado.
Pero no le juzgeis, no os atrevais ninguno de vosotros, en ningún momento ¿Cómo estaríais en su sitación? ¡Estamos hablando de un dragón! Y no uno pequeño, precisamente.

Pues él tampoco podía creer lo que estaba viendo. Sus ojos iban de un lugar a otro, bebía cada detalle, pues tenía mucha memoria y aquel chico quería acordarse de todo. Se adentró algo más en la espaciosa caverna, tenía que acercarse más y verlo mejor.
Ahora no solo sentía la respiración en su pecho y en el suelo, lenta y acompasada, pero temible. Sino que olía el aliento de azufre del dragón ¿O sería una dragona? El chico no podía saber eso. Pero os aseguro que no le preocupaba lo más mínimo en ese momento.

Sacó su inseparable diario de la bolsa de cuero. Aunque se notaba torpe, tampoco se preocupó por eso. Pero esta vez sí que hubiese estado bien tenerlo en cuenta, porque estaba temblando como un cordero al que llevan al matadero.
Así sus dedos le fallaron.
Un sonoro golpetazo se propagó por las paredes. No le pareció que su diario se hubiese caído en plano contra la piedra, sino que hubiera hecho estallar un cañonazo dentro de la caverna.
Se quedó quieto como una estatua, más helado que la propia tundra que le había llevado hasta allí. Pero de poco sirvió.
Un crujido como el de rocas desprendiéndose, esta vez sí que eran rocas desprendiéndose, rompió aquel silencio sepulcral.
Aunque lo más preocupante de todo era que ya no se oían los ronquidos.

La llama había abandonado su letargo.