dilluns, 15 de febrer del 2016

El letargo de la llama


Cuando entró en la caverna lo supo, había encontrado uno, al fin.

Los frágiles copos de nieve eran más valientes que él. Se atrevían a entrar, sin vacilar si quiera, dejándose llevar tranquilamente por el viento hacia la profunda oscuridad.

El joven sabía que habían toneladas de rocas sobre su cabeza, todas las que debe de pesar una montaña. Pero aquella montaña no era una única y solitaria, más bien al contrario, formaba parte de un cúmulo. Una cordillera ancestral, cuyo nombre original quedó olvidado siglos atrás. Altas, más que las nubes, y de cumbres nevadas. Aunque sería más correcto decir heladas.
Y el joven se había internado en aquel lugar alejado del mundo. En busca de su más preciado deseo, del anhelo que había llenado su vida y que nunca creyó poder encontrar. Pero lo había hecho, esta vez estaba seguro de que era así. Tenía que ser así.

El fuego prendió con avidez, casi con el mismo entusiasmo con el que ardía su portador. Con algo más de luz, entró. La llama se revolvía con el viento que entraba y salía. Entraba y salía, sí. Sus cabellos castaños, que por entonces eran algo más largos de lo habitual, se revolvían de la misma forma que la llama, al igual que su túnica marrón. Adentro y afuera, adentro y afuera.
A cada paso que daba, la tormenta, el viento furioso y el frio entumecedor quedaban silenciados. Cada vez estaba más lejos de todo aquello, pero también de la salida. Por una parte se moría de ganas de entrar, pero también le aterrorizaba la idea. Algo así no puede tomarse a la ligera.
Ya no habían copos de nieve que marcaran el paso. Dentro, afuera. Afuera, dentro. Pero ahora, el joven lo sentía. Un viento cálido, demasiado cálido para estar en una cordillera rodeado solo de hielo y rocas. Y piedras.
Y después de empezar a bajar por un corredor, que lo llevó a otro que giraba a la derecha, lo escuchó, aunque decir que lo escuchó no es del todo acertado. Porque lo sintió.
Se asustó al principio, porque pensó que una montaña lejana se estaba viniendo abajo, porque el sonido era como el de rocas resquebrajándose o un alud. Aunque el chico se imaginaba que era parecido, porque no había escuchado ninguno nunca.
Se quedó quieto, muy quieto sin atreverse ni a respirar, y escuchó. Y entendió que no era ni un desprendimiento ni un alud, sino un ronquido.

Así es como ronca un dragón.

La caverna se hacía más estrecha a cada paso que daba, pasos que hacían ruido. Pero era absurdo preocuparse por eso, porque la caverna seguía temblando con cada expiración.
Sus pasos lo llevaron a la luz, así que ya no hacía falta la antorcha. La apagó en silencio, con todo el silencio con el que se puede apagar un fuego, porque es aparatoso y no se puede hacer con botón mágico de apagado o encendido como las máquinas modernas.
Y asomó la cabeza tímidamente por un recodo y lo vio.

Parecía mucho más pequeño de lo que era en realidad, pero pronto se dio cuenta de que sus ojos le engañaban, ya que la caverna era enorme. Podría haberse construido un palacio ahí dentro.
En el fondo, acurrucada en la pared de la caverna, estaba la ciriatura.
Se había alejado del cielo abierto del interior de la montaña, para tener algo de sombra y estar resguardada de la lluvia y la nieve. Pero incluso en la penumbra, sus escamas leflejaban la luz. Su respiración hacía cambiar el juego de brillos danzarines sobre su lomo y sus alas.

Y al joven le latía el corazón como un caballo desbocado.
Pero no le juzgeis, no os atrevais ninguno de vosotros, en ningún momento ¿Cómo estaríais en su sitación? ¡Estamos hablando de un dragón! Y no uno pequeño, precisamente.

Pues él tampoco podía creer lo que estaba viendo. Sus ojos iban de un lugar a otro, bebía cada detalle, pues tenía mucha memoria y aquel chico quería acordarse de todo. Se adentró algo más en la espaciosa caverna, tenía que acercarse más y verlo mejor.
Ahora no solo sentía la respiración en su pecho y en el suelo, lenta y acompasada, pero temible. Sino que olía el aliento de azufre del dragón ¿O sería una dragona? El chico no podía saber eso. Pero os aseguro que no le preocupaba lo más mínimo en ese momento.

Sacó su inseparable diario de la bolsa de cuero. Aunque se notaba torpe, tampoco se preocupó por eso. Pero esta vez sí que hubiese estado bien tenerlo en cuenta, porque estaba temblando como un cordero al que llevan al matadero.
Así sus dedos le fallaron.
Un sonoro golpetazo se propagó por las paredes. No le pareció que su diario se hubiese caído en plano contra la piedra, sino que hubiera hecho estallar un cañonazo dentro de la caverna.
Se quedó quieto como una estatua, más helado que la propia tundra que le había llevado hasta allí. Pero de poco sirvió.
Un crujido como el de rocas desprendiéndose, esta vez sí que eran rocas desprendiéndose, rompió aquel silencio sepulcral.
Aunque lo más preocupante de todo era que ya no se oían los ronquidos.

La llama había abandonado su letargo.


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