Cuando
entró en la caverna lo supo, había encontrado uno, al fin.
Los
frágiles copos de nieve eran más valientes que él. Se atrevían a
entrar, sin vacilar si quiera, dejándose llevar tranquilamente por
el viento hacia la profunda oscuridad.
El
joven sabía que habían toneladas de rocas sobre su cabeza, todas
las que debe de pesar una montaña. Pero aquella montaña no era una
única y solitaria, más bien al contrario, formaba parte de un
cúmulo. Una cordillera ancestral, cuyo nombre original quedó
olvidado siglos atrás. Altas, más que las nubes, y de cumbres
nevadas. Aunque sería más correcto decir heladas.
Y
el joven se había internado en aquel lugar alejado del mundo. En
busca de su más preciado deseo, del anhelo que había llenado su
vida y que nunca creyó poder encontrar. Pero lo había hecho, esta
vez estaba seguro de que era así. Tenía que ser así.
El
fuego prendió con avidez, casi con el mismo entusiasmo con el que
ardía su portador. Con algo más de luz, entró. La llama se
revolvía con el viento que entraba y salía. Entraba y salía, sí.
Sus cabellos castaños, que por entonces eran algo más largos de lo
habitual, se revolvían de la misma forma que la llama, al igual que
su túnica marrón. Adentro y afuera, adentro y afuera.
A
cada paso que daba, la tormenta, el viento furioso y el frio
entumecedor quedaban silenciados. Cada vez estaba más lejos de todo
aquello, pero también de la salida. Por una parte se moría de ganas
de entrar, pero también le aterrorizaba la idea. Algo así no puede
tomarse a la ligera.
Ya
no habían copos de nieve que marcaran el paso. Dentro, afuera.
Afuera, dentro. Pero ahora, el joven lo sentía. Un viento cálido,
demasiado cálido para estar en una cordillera rodeado solo de hielo
y rocas. Y piedras.
Y
después de empezar a bajar por un corredor, que lo llevó a otro que
giraba a la derecha, lo escuchó, aunque decir que lo escuchó no es
del todo acertado. Porque lo sintió.
Se
asustó al principio, porque pensó que una montaña lejana se estaba
viniendo abajo, porque el sonido era como el de rocas
resquebrajándose o un alud. Aunque el chico se imaginaba que era
parecido, porque no había escuchado ninguno nunca.
Se
quedó quieto, muy quieto sin atreverse ni a respirar, y escuchó. Y
entendió que no era ni un desprendimiento ni un alud, sino un
ronquido.
Así
es como ronca un dragón.
La
caverna se hacía más estrecha a cada paso que daba, pasos que
hacían ruido. Pero era absurdo preocuparse por eso, porque la
caverna seguía temblando con cada expiración.
Sus
pasos lo llevaron a la luz, así que ya no hacía falta la antorcha.
La apagó en silencio, con todo el silencio con el que se puede
apagar un fuego, porque es aparatoso y no se puede hacer con botón
mágico de apagado o encendido como las máquinas
modernas.
Y
asomó la cabeza tímidamente por un recodo y lo vio.
Parecía
mucho más pequeño de lo que era en realidad, pero pronto se dio
cuenta de que sus ojos le engañaban, ya que la caverna era enorme.
Podría haberse construido un palacio ahí dentro.
En
el fondo, acurrucada en la pared de la caverna, estaba la ciriatura.
Se
había alejado del cielo abierto del interior de la montaña, para
tener algo de sombra y estar resguardada de la lluvia y la nieve.
Pero incluso en la penumbra, sus escamas leflejaban la luz. Su
respiración hacía cambiar el juego de brillos danzarines sobre su
lomo y sus alas.
Y
al joven le latía el corazón como un caballo desbocado.
Pero
no le juzgeis, no os atrevais ninguno de vosotros, en ningún momento
¿Cómo estaríais en su sitación? ¡Estamos hablando de un dragón!
Y no uno pequeño, precisamente.
Pues
él tampoco podía creer lo que estaba viendo. Sus ojos iban de un
lugar a otro, bebía cada detalle, pues tenía mucha memoria y aquel
chico quería acordarse de todo. Se adentró algo más en la
espaciosa caverna, tenía que acercarse más y verlo mejor.
Ahora
no solo sentía la respiración en su pecho y en el suelo, lenta y
acompasada, pero temible. Sino que olía el aliento de azufre del
dragón ¿O sería una dragona? El chico no podía saber eso. Pero os
aseguro que no le preocupaba lo más mínimo en ese momento.
Sacó
su inseparable diario de la bolsa de cuero. Aunque se notaba torpe,
tampoco se preocupó por eso. Pero esta vez sí que hubiese estado
bien tenerlo en cuenta, porque estaba temblando como un cordero al
que llevan al matadero.
Así
sus dedos le fallaron.
Un
sonoro golpetazo se propagó por las paredes. No le pareció que su
diario se hubiese caído en plano contra la piedra, sino que hubiera
hecho estallar un cañonazo dentro de la caverna.
Se
quedó quieto como una estatua, más helado que la propia tundra que
le había llevado hasta allí. Pero de poco sirvió.
Un
crujido como el de rocas desprendiéndose, esta vez sí que eran
rocas desprendiéndose, rompió aquel silencio sepulcral.
Aunque
lo más preocupante de todo era que ya no se oían los ronquidos.
La
llama había abandonado su letargo.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada