dimecres, 1 de novembre del 2017

La Casa de Hiedra

-¡Eh!
Nunca se había encontrado a nadie en aquel sendero.
Atravesaba un bosque muy denso, medio olvidado por el mundo. Nunca esperaría encontrarse con algún vecino. Con un comerciante; ni siquiera con un viajero. Hasta los viejos fantasmas hacía tiempo que habían abandonado el camino.
Por eso le encantaba, porque era muy solitario. Un buen lugar para estar tranquilo; que era todo lo que aquel chico esperaba de la vida. Y lo cierto es que le salió bien ésa vez, como tantas otras, no se encontró a nadie en el camino.
Aunque, a decir verdad y por sorprendente que pueda parecer, tampoco podría decirse que estuviera completamente solo.
-¡Quieto! ¡No des un paso más!
La primera vez había creído que era una mezcla de su imaginación con la realidad. Tal vez cosa de la lluvia. Cayendo en un sordo murmullo sobre las hojas de los árboles, el barro del camino. Sobre los troncos desnudos y sobre las piedras cubiertas de musgo. Que no era, sino, la sinfonía de un bosque abrazando los primeros días de primavera.
Tal vez fue por alguna de esas notas, a las que nosotros llamamos ruido, la que había provocado que uno de intervalos de silencio, pareciese algo que no era. Una especie de “eh”, muy agudo, teñido de reproche.
Pero ahora, el chico buscaba en todas direcciones. Primero en el camino, obviamente; vacío. Turbado tan sólo por la lluvia primaveral.
El joven se quitó la capucha y oteó la penumbra bajo los árboles.
-¡Pero qué bruto! -Una tercera queja, más enojada aun que las dos anteriores, delató a nuestro enigmático personaje.

La gran virtud del instinto es actuar por encima de la razón. Porque si aquel chico hubiese atendido a su razón, jamás habría bajado la vista hasta sus pies.
-Ni me ha visto. ¡Ni me ha visto! - Una rana verde, pequeña y zancuda, se alejaba a saltos inesperados sobre el barro del sendero. - ¡Resulta que mi mujer tendrá razón! No puede uno croar tranquilamente ni delante de su casa. ¡Qué mala educación, la de éste patizambo!
Uno de los mechones empapados y tibio se deslizó sobre su ojo. Pero, por supuesto, ni se inmutó; no se dio cuenta siquiera. ¿quién iba a darse cuenta? A sus pies, una ranita verde movía los labios al son de las palabras que escuchaba.
Como si la rana supiera hacer ventriloquia. O peor, mucho peor incluso; como si la propia ranita verde le hubiera reprochado el casi ser aplastada por su enorme pie.

Sí, él también pensó lo mismo que vosotros ahora mismo. Una mala jugada de la mente. No, espera. Claro. Una alucinación, diréis.

Nuestro joven empapado era también, al igual que vosotros, demasiado mayor para creer en animales parlantes. Aun así, se detuvo. Seguía mirando el tronco caído sobre la vegetación del bosque. Pues, pese a estar tan seguro de sí mismo y de lo mayor que era, sabía que algo no estaba bien.
Vino como un relámpago. La bruja le había lanzado un maleficio, ¡era eso! ¡Pues claro! ¡Cómo no lo había pensado antes? Ahora oía hablar a los animales.
Pero eso era absurdo. Las brujas no existen. Aquella anciana no era una bruja; sería una irmadhïen trotamundos o algo así. Y además, todo el mundo sabe que necesitan decir unas palabras mágicas, o hacerte beber una pócima; o comer una manzana emponzoñada.
Pero pese a que nuestro joven sabía todas esas cosas, tuvo que seguir a la rana malhumorada.
Se encaramó al montículo que separaba los árboles del camino calvo por el que había venido, y del que nunca había salido antes. Aguzó el oído y escuchó. Era como si algo golpeara, cayera o aterrizara sobre hojas secas, de forma casi rítmica. Era la ranita.
Se adentró entre los árboles buscando algo con la mirada. Primero una rana verde, pero después descartó esa idea, era muy pequeña y estaba demasiado oscuro bajo la arboleda.
Así que se dedicó a seguir el sonido de los aterrizajes entre las hojas.
No tardó en perderle la pista. De hecho, nunca la llegó a encontrar.
Pero os aventuro que por inusual que parezca, se olvidó rápido de lo sucedido. Bueno, no se olvidó, nadie podría olvidar algo así.
Podríamos decir que lo apartó en un rincón de su mente por el momento. Porque ahí, en medio del bosque, entre decenas de árboles que ocultaban gran parte de lo que estaba observando, había una casa.

El chico no podía creerlo. Menuda tarde, pensó. Por que, a estas alturas, no habréis pensado que la casa iba a tratarse de la casa de un campesino; normal, sin algo que no se hubiera visto ya en muchas otras casas. No, por supuesto; ésta casa no se trataba de una casa corriente. En absoluto.
Lo que encontró el chico era una casa, sí, pero no se parecía en nada a ninguna de las cosas imaginables.
Los tejados eran inclinados, como el resto de construcciones de casi cualquier pueblo. Pero eran largos, larguísimos; llegaban hasta el suelo. En algunas zonas, la hierba más alta acariciaba las tejas. ¡Una locura! Hierba tocando el tejado, ¿dónde se ha visto algo así?
Además, que los tejados eran muy altos. Tanto, que parecía una casa de dos plantas, siendo solo de una; era como una casa hecha por completo de tejas.
Pero había algo más. Y es que esta casa tenía una torre. Sí, como la de los castillos de los reyes, pero en casa. Era redonda, también, pero acababa en un tejado, también. Una torre coronada con el sombrero de un mago.
Eso es lo que habría pensado el chico si alguna vez hubiese visto un mago en persona. Aunque ya os confieso que suelen ser huraños, melancólicos y solitarios, así que el chico tampoco se perdía gran cosa al no haber hablado nunca con ninguno.
En cuanto a la misteriosa casa de la que hablábamos, debe aclararse algo más. Una última cosa, la más importante
He de reconoceros que no he sido del todo honesto al describiros aquella extraña casa. Sí que es aproximado y cierto lo que acabo de contaros, pero no es en lo primero en que se fijó el chico, ni en lo que os fijaríais, al ver la casa por primera vez. Por supuesto que no. Y hay un buen motivo para que no se fijara en los tejados ni la torre.
Y es que la casa estaba invadida por la hiedra. Lo cubría todo. Desde las paredes hasta el suelo, sobre el jardín, la cerca exterior.
Apenas se sabía si la casa tenía ventanas. No había ni un solo centímetro de pared, puerta, chimenea, cierre, aljaba o cristal, que no estuviera invadido por completo.
La extraña forma de los tejados y la torre se adivinaba por la silueta de la casa, no porque el chico fuese capaz de verlo.
En cuanto a que era de color gris, nuestro joven empapado nunca lo llegó a saber.
Solo existía la hiedra. Hiedra sin mesura y descontrolada. Como si se le hubiese olvidado dejar de crecer.
O como si alguien la hubiese animado a crecer más de la cuenta.

La reja chirrió al pivotar sobre los goznes.
-¡No! ¡No,no,no! ¡No!
El chico dio un paso entre los pilares que franqueaban la puerta, justo antes de que un anciano delgado, de barba gris y túnica azul abriera la casa de un portazo. Trozos de plantas salieron despedidos por todas partes.
Pero la hiedra bajo el pie del chico soltó un ruido que no debería de ser el de una planta.
Y sintió como si un montón de cuerdas se escurrieran entre sus botas.
El anciano se llevó las manos a su sombrero picudo y lo estrujó sobre la cabeza.
-¡Oh, estupendo! ¡Ahora sí que estamos perdidos!

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