diumenge, 12 de novembre del 2017

Los sueños que abandonamos

—No. Se acabó.
Aquí estaban. Dos palabras, dos simples palabras que mordían su consciencia desde hacía meses. Una amenaza más que anunciada, en ese silencio opresivo que es una relación vacía.
Dos palabras que llevaban demasiado tiempo ahogándose en la boca de ella.
—¿Pero cómo que...? —Él da un paso vacilante que es rechazado por la decidida resolución de ella. —¿Y ya está?
—¿Qué más puedo hacer? ¡¿Eh?! —Al fin, las lágrimas que habían estado pendidas en sus ojos se deshicieron en un amargo degoteo —¡Ya no aguanto más! Estoy asfixiada aquí dentro. Me ahogo. No puedo respirar. Cada día igual. Siempre lo mismo...
Recuperado, iba a implorar que pensara. No se reconoció a sí mismo que no podría hablarle de los últimos años, grises, que le habían echado a perder hasta el punto de no saber quién era.
No. Le hablaría de Moscú, de París y de aquella semana en Londres.
Pero una pregunta desarmó su pensamiento. Unas palabras que le volvieron a dejar como el harapo frío y vulnerable que era cada vez que se miraba al espejo.
—¿Cuanto hace que no tocas?
El frío se convirtió en opresión. Un nudo le estranguló y pronunció unas palabras que ella no pudo escuchar. Ante sus silencio, él consiguió reponerse; lo había hecho por el mejor de los motivos.
Lo hizo por amor.
—¿Qué importa eso ahora?
—¡Todo! ¡Maldita sea! ¡Todo!
Y ella se dejó caer sobre el sofá. Él quedó en pie, en mal lugar, queriéndose acercar y temiendo ser rechazado si así lo hacía.
Silencio. Solo ellos y el llanto contenido de ella.
—¿Y el teatro? Quiero ir al teatro.
—Pues iremos al teatro. Si es eso... Iremos al teatro.
—¡Pero es que ese no es el problema! No salimos. No vemos a nadie. ¡Mírate! ¿Quién eres? ¡No sé quién eres ya!
La corriente helada le arrolló. Algo se abrió, una puerta que había estado sólo entreabierta hasta entonces. Dolía, era horrible.
Pero se tuvo que obligar a abrirla por completo; ya no servía de nada sostenerla. Ignorando lo evidente.
Era una habitación con sueños. Un lugar en el que todo eran espejos y un carrusel, donde los sueños giraban al compás de miles de músicas. Un auditorio repleto y él, violoncentista principal, arrancando vítores, abandonado al ardor candente de los mejores movimientos.
Pero los espejos devolvían a un hombre calvo, sin brillo en la mirada ni en la vida.
¿Quién es ese?
—Me voy.
Había cogido la maleta verde. Se la regaló para el viaje a Roma que nunca hicieron.
—Espera...
Ella se detuvo. Era el momento. Sólo la mejor de las palabras la retendría allí, una vez más.
Una única oportunidad.
—Lo arreglaremos.
En cuanto se oyó pronunciarlo, supo que la había perdido. Ella sonrió, irónica e incredula. Exhausta.
Hasta las discusiones eran siempre una repetición de la anterior.
—No. No hay nada que arreglar —Soltó el asa de la maleta. Mal sostenida entre la alfombrilla y el parquet del recibidor, la maleta fue torciéndose hasta caer con un sonoro golpe. —Tú eres el que está roto, Manu. Tú eres el que lleva años perdido ¿Es que no lo ves? Las ganas de vivir, de tocar el violín... De quererme. No te queda nada.
Una gruesa lágrima resbaló hasta su mejilla.
—¿No te das cuenta? Desde lo de la Filarmónica... Ya nada ha sido igual . ¡Renunciaste a todo!
Justo cuando apareció el nombre maldito, llegó. El calor. El fuego ardiente que arrasó con el frío que había estado dentro de él tantos años venciéndole.
—¡Lo rechacé para estar contigo!
—¡No!
—¡Sí! —Él dio varios pasos, abriendo los brazos y gesticulando con una furia que no había sentido en mucho tiempo —No fui por ti. Nos habríamos separado. ¡Yo en Nueva York y tú aquí! ¡Lo hice por ti! ¡Por nosotros!
Entonces, la mirada de ella estalló el globo ardiente. Esperaba gritos, deseaba gritos. Quería defenderse y decirle todo lo que había creído bien hecho. Todo su sacrificio recompensado.
Pero lo que vio en sus ojos fue el peor de los castigos. La peor de las acusaciones.
Lástima.
Todo porque logró desnudar su alma a una verdad que él era incapaz de ver. O que no había querido ver hasta ahora.
—No, Manu. Rechazaste porque eres un cobarde. Temías decirle a todo el mundo que te ibas a Nueva York, pudiendo volver con las manos vacías en pocos meses. Temías las habladurías de envidiosos sin esperanza, tristes. Y mira ahora. Por su opinión y el qué dirán, te has convertido en uno de ellos. Un triste.
>>Abandonaste tus sueño por miedo a triunfar, o peor aun, por miedo a triunfar, y tener que afrontar el juicio de un montón de imbéciles envidiosos. Todo por cobardía.
Ella recogió su maleta y se alejó. No sin antes mirarlo con esos ojos, que dolían infinitamente más que el odio.
Esa mirada de compasión.
—Disfruta de tu mediocridad, Manu. Me voy.

La puerta se cerró. Él vio en la madera pulida, entre los pliegues naturales del árbol, un auditorio de butacas vacías.
Un joven, violín sobre el hombro y una sombra de pasión, sonriendo a Schubbert, Vivaldi, y al resto de milagros de la humanidad que, en otra vida y en otro cuerpo, había amado más que a su propia vida.

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