dilluns, 26 de febrer del 2018

Sonrisa

Quince minutos.
Para un observador cualquiera, el leve asentimiento habría pasado desapercibido. Pero para Nicolás era suficiente.
Sonia le había escuchado. Era momento de hacer todo lo demás; atravesó el mismo pasillo que había recorrido doce veces en el último cuarto de hora.
Quince.
La jarra, no te olvides de la jarra. Cuidado con el carromato.
Jesús, cuantos cacharros inútiles en un plató, de verdad.
Mierda, ¡el agua!
—¿Dónde hay un vaso y una…?
—En la Sala.
—Ah, ya.
Quince. No, catorce. Hasta puede que trece.
Voy tarde, muy tarde. Me falta el guion, revisar luces, maquillaje. La conexión… ¿He revisado las preguntas? Sí, sí, eso seguro.
—¡Ostras, y el agua!
Tenía que salir perfecto. Nicolás buscaba entre los crusanes y el zumo en polvo de los estudios de televisión la forma inconfundible de un vaso. Ahí estaban los de catering, pero por nada del mundo Sonia habría bebido de uno de ellos.
Cristal. Cristal…
Ahí.
En algún momento se le secaría la garganta.
Nicolás, armado de una botella, también de vidrio, cruzó la puerta antincendios, pintada de negro como las paredes, el suelo y los techos del estudio.
Quizá, si hubiera tomado la breve precaución de plantearse qué distingue una puerta corriente con una de emergencia, habría caído en la cuenta; la barra antipánico.
Cegado por la prisa y el atropellar de pensamientos, golpeó con la cadera y dio un traspiés sobre sí mismo.
Si todo hubiera sido de plástico.

—¡Diez!
—Fuera de Maquillaje.
—Ponte ahí. Revisa cámaras 3 y 5.
La escoba no estaba en el armario. Tuvo que cogerla de un carro de la mujer de la limpieza. Es cierto, Nicolás no debería de estar ocupándose de algo tan insignificante como aquéllo. No cuando de su trabajo dependía la voz con la que el país se dirige a sus ciudadanos. No cuando de ese fiel y eterno teatro dependen tantas bocas privilegiadas.
Tal vez, lo que debería haberse mencionado antes es que la sacralidad con la que Nicolás servía a Sonia se había ido mortalizando en las últimas semanas. El padre de Nicolás había insistido: él tenía carisma y, por qué no probarlo; ser satélite del partido le enseñaría unas cuantas cosas. No se equivocó, en absoluto.
—¡Entramos en tres, dos…!
La observó, sabiéndolo. Expectante del truco de trapecistas que, como regente del circo, había visto cientos de veces. Sabía cual era el juego de manos en casi toda su complejidad. Sabía dónde tenía que mirar para ver el segundo conejo agazapado en el falso fondo de la chistera: pero no podía dejar de sentirse fascinado ante su ejecución.
Ahí estaba, ya llegaba. La pausa a media frase, inspiración dramática, vista al suelo y…
La sonrisa.
Las palabras eran un eco en el vacío del estudio. Como si las hubieran robado de una sala de estar, donde miles de personas escucharían en su estado natural, a través del televisor, dentro de sus casas a una invitada acogida a la mesa familiar.
Un rostro conocido, amable y sonriente; inofensivo.
Diciendo a la despreocupada familia, de la que ella forma parte en aquel salón, que un cambio en la forma de tratarles cuando algo les duela y tengan que ir al hospital lo hará todo más fácil. Es por su bien y por el del resto de ciudadanos.
¿Por qué desconfiar? Está aquí, y en mi casa todos son buenos, es donde me relajo porque confío en todo el que está aquí, en mi casa.
Pásame esas croquetas que han quedado buenísimas, Juan.
¡Pues claro que voy a creer a la muchacha!

Entonces, vio como Sonia, tras una de esas pausas, lanzaba una rápida ojeada a su derecha, donde debería haber un vaso de cristal, lleno de agua.
El agua. Se podía dar por despedido, si no al menos reprendido hasta Dios sabe cuando. Un acceso de escalofrío atravesó como un rayo su estómago, pero duró tan sólo el fulgor, sin llegar al estruendo. Porque tal y como le había atravesado, el malestar y la preocupación se mezclaron con su, por qué no decirlo, aversión hacia Sonia.
Sin escuchar la retahíla de palabras vacías y sin vida que ella recitaba sobre el atril, su mirada y su mente vagaron hacia el vaso inexistente al lado de Sonia. Atravesó su memoria y se perdió en un vaso que sí había visto, esa misma mañana.
El vaso que Sonia llenaba, con una sonrisa que poco se parecía a la ensayada mueca de ahora. Mientras el chorro llenaba a intervalos el vaso del hotel, los colmillos de Sonia captaban todo el protagonismo de su rostro. De reojo, porque en raras ocasiones se dignaba a dirigir sus ojos hacia los de Nicolás, Sonia le había dado una lección vital que jamás debía olvidar.
Algo que si tenía siempre en mente, le elevaría por esa masa estúpida de gente que es el rebaño; votantes.
—Es muy sencillo, chico. —Sonia vertió el último hilo de agua sobre su vaso. Esperó a dejar la botella sobre el mantel blanco antes de continuar. —Saluda a cada nuevo día, periodistas, hasta a las señoras de la Gran Vía con la mejor sonrisa que tengas. Así no sabrán lo que planeas hacerles en realidad.
>>Eso es hacer política.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada